Anémona

En todo momento hay al menos una tienda de abarrotes abierta en alguna parte del mundo, con sus frutas, cajas y latas expuestas al aire de la calle. Florece en la mañana desde las manos diligentes del tendero que siempre está reacomodando algo.
En todo momento hay al menos una tienda de abarrotes cerrada en alguna parte del mundo, y un extranjero podría pasar por ahí y no tener ni idea de que antes había una tienda abierta. Sólo los vecinos tienen el privilegio de ver los colores de las etiquetas por sobre el metal de la puerta cerrada; y son incapaces de imaginar al tendero arriba, a través de esa ventana que tintenea luz, con pantuflas y un pantalón flojo mirando en la televisión un noticiero después de cenar bajo un foco que mal ilumina la mesa llena de morusas de pan. Sólo pueden verlo con la cara avivada de siempre, con el cabello ralo peinado a un lado para cubrir la calva, ofreciendo sonriente las mandarinas, los higos, las nueces y el periódico del día.
El extranjero ve una puerta de metal y alcanza a percibir restos de la vibración terca del día que se guardó en los anaqueles y que se manifiesta a modo del zumbido que generan algunos motores. Pero pronto se distrae, mira hacia arriba y ahí se le dibuja un hombre que ve la televisión cabeceando. Mañana temprano seguro va a levantarse, lavarse los dientes y partir camino a cual sea que sea su empleo. Pobre extranjero que nunca verá la tienda florecer entre la fosforescencia de los refrigeradores y el despunte de la madrugada.

María Folc

 

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