Delirio alunizante… digo, alucinante

El delirio comenzó cuando por primera vez se acercó a hablarle a la Luna. Hasta entonces los días habían sido siempre luminosos y las noches tranquilas y muy azules.
Empezó con el atrevimiento de un saludo a la enorme piedra blanca que lo miraba desde el cielo, amarrada a la inmensidad con hilos casi visibles. Como no esperaba respuesta, casi se cae del susto al escuchar un animado «buenas noches». El lector podría suponer que quien respondió fue algún trasnochador que por ahí pasaba o se asomaba por una ventana. Sin embargo, si alguna vez el lector escuchara la voz de la Luna, se daría cuenta de que es de una profundidad inconfundible. Notaría también que, a pesar de saludar con un cordial «buenas noches» a quien sea que se cruce en su camino a partir de las siete de la noche, el lector nuna ha dirigido el saludo a la Luna. La cual, por esa misma razón, cuando alguien la saluda contesta con gran entusiasmo.

Después de recuperarse de la impresión, se aventuró a empezar una conversación. Comenzaron hablando cortésmente de lo que ocupaba el tiempo de cada uno, de los lugares que habían visitado, de lo que habían visto y lo que les gustaría ver. Esa noche se despidieron temprano con la promesa de encontrarse la noche siguiente. Ella, por vanidad, tardó dos segundos más que lo acostumbrado en aparecer. Él, con el corazón retumbándole en los oídos, la recibió con una sonrisa. Reanudaron los temas inconclusos la noche anterior, pero otras historias quedaron otra vez sin platicarse. Así siguieron hasta la noche de Luna nueva en que ella, como era de esperarse, no apareció. Esa noche él, sabiendo que no habría entrevista nocturna, se dispuso a reponer las muchas horas de sueño hasta entonces perdidas. Pero no pudo. Fue hasta que salió el Sol que cayó en un sueño ligero e inquieto, como el de los afiebrados.
Cuando le contó a la Luna su reciente miedo a no poder volver a dormir bien, ella sonrió entusiasmada y el dijo que era mejor así, porque ahora él no intentaría dormir y podrían hablar por más tiempo. Sus conversaciones eran largas y sabrosas, como las de las señoras que se encuentran cada una con la bolsa del mandado o la escoba con que barren la calle. Durante el día, él estudiaba, visitaba a su madre y a su hermana menor. Y durante la noche, convertía lo que serían sus sueños de durmiente en palabras para la Luna. Pronto llegó el día en que tampoco pudo dormir en presencia del Sol. Pasaba las horas hablando con una Luna invisible y sorda que lo miraba desde la sonrisa de la empleada del banco, los quesos del mercado, las caritas tiernas de los bebés, las nueces de la India, las aspirinas, los ojos de los ciegos, el reloj de la presidencia, la hostia que reciben los fieles, los calendarios, el fondo del vaso, la punta de una aguja, el blanco de la leche, los pomos de las puertas, los nudos en la madera, la goma de un lápiz, la o del amor, la cola de un gato, el timbre del teléfono, la perlita del arete izquierdo de la niña que dormía en el asiento del al lado. Ahí estaba la Luna siempre en todas sus formas. Disfrazada o desnuda, espléndida y marfilada. Sólo encontró paz cuando en lugar de estar tirado en la azotea de su casa hablando alternativamente con el Sol y la Luna creyendo que eran el mismo ente, estuvo tirado de panza sobre la arena blanca de la superficie lunar, mientras su cuerpo ahora irrelevante e irremediablemente terrestre, retrataba a la Luna en su eterna sonrisa.

María la folclorosa

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